El castigo persa reservado para el único emperador romano hecho esclavo

El castigo persa reservado para el único emperador romano hecho esclavo

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02/06/2025 ACTUALIZADO 03/06/2025 A LAS 04:38H. Fue un hecho insólito en la historia de Roma, una vergüenza de proporciones tales que estremeció a cronistas como Lucio Cecilio Firmiano


Lactancio, contemporáneo de los hechos. El final de PUBLIO LICIO VALERIANO, emperador entre los años 253 y 260 d. C., pasó a la historia por truculento. Tras ser capturado por el rey del


Imperio Persa Sasánida Sapor I, fue convertido en esclavo y padeció un tormento nunca antes visto para un líder de su rango. Según los textos clásicos, el monarca asiático llevó a su


adversario consigo durante meses para utilizar su espalda como pie de apoyo al montar en su caballo. Y, no contento con ello, le obligó a tragar oro hirviendo antes de desollarlo vivo para


exponer su piel. ¿Realidad o ficción? Vaya usted a saber. El origen de esta historia se halla a muchos kilómetros de la Antigua Roma. En el siglo III, dominaba la dinastía sasánida de Persia


SAPOR I, un líder al que los historiadores definen como capaz y violento opositor a la 'urbs'. En el 242 demostró ambas facetas cuando atacó a las legiones de Gordiano III en


Mesopotamia, Nisibis y Carras. «Al año siguiente, después de que el joven emperador fuera asesinado y su prefecto pretoriano le sustituyera —sería conocido como Filipo el Árabe—, Sapor firmó


un acuerdo de paz en virtud del cual obtuvo el control de importantes porciones de antiguo territorio romano, sabiendo que Filipo estaba deseoso de lanzarse hacia el oeste para acabar con


los invasores godos que estaban amenazando Italia», desvela Stephen Dando-Collins en 'Legiones de Roma'. CAMINO AL DESASTRE Los años siguientes fueron duros para la vieja Roma. En


una década pasaron por su poltrona la friolera de cuatro emperadores, a cuál más breve que el anterior. Sapor I olió la debilidad, obvió el pacto que había firmado con la 'urbs' y


se lanzó en una alocada carrera por arrebatar territorio a las legiones. Vaya si le fue bien. A partir del 252 asaltó y conquistó sin piedad alguna las ciudades ubicadas en el interior de


Armenia y Siria . «Sapor venció, en el mismo año, a un ejército romano en Barbalissos, en la ribera norte del río Éufrates, donde aniquiló, según sus propias palabras, a 60.000 soldados


enemigos, tras lo cual saqueó la provincia de Siria y destruyó la ciudad de Antioquía, además de tomar Hierápolis y Dura-Europos», apostilla, en este caso, el licenciado en historia Jorge


Pisa Sánchez en 'Breve historia de los persas'. La difícil tarea de detener los vaivenes bárbaros recayó sobre Valeriano, entonces un sesentón con mil batallas a sus espaldas y


emperador desde el 253. Cuando las noticias de las invasiones persas arribaron a Roma, el anciano nombró a su hijo Galieno gobernante de la zona occidental del imperio y se dirigió al este


con sus hombres. Tal y como desvela la profesora de Historia Antigua María Pilar González-Conde en una biografía sobre este personaje elaborada para la Real Academia de la Historia, ya nunca


volvería a ver la 'urbs' magna. En el 254 arribó a Antioquía con sus legiones para hacerse cargo de la defensa. Los siguientes seis años los pasó a base de lanzazos y mandobles.


El uno y el otro estuvieron meses como el perro y el gato. «La suerte osciló entre ambos bandos cuando los ejércitos entablaron batalla, aunque al final Valeriano hizo retroceder a Sapor


hacia Mesopotamia», desvela Dando-Collins. El acto final de esta opereta se dio cuando el sasánida sitió la ciudad de Edesa, considerada casi inexpugnable por sus infranqueables murallas. En


un intento de romper el cerco al que estaba sometido el enclave, el romano reunió a sus legiones en junio del 260. Las cifras varían, pero los expertos hablan de unos 70.000 hombres. Todo


apuntaba a una victoria de Valeriano, pero el destino se volvió en su contra. Las tropas del anciano cayeron en una trampa y se sucedió la debacle. Los que no fueron asesinados, resultaron


capturados. Hasta cuarenta mil soldados de Valeriano perecieron o fueron hechos prisioneros. La mayor parte de los legionarios romanos fueron arrastrados hasta oriente y vendidas como


animales para trabajar en grandes proyectos de construcción. Sin embargo, el premio gordo fue el propio emperador. Los historiadores coinciden en que, sobre el papel, Sapor obtuvo a un preso


que jamás pudo haberse imaginado. Para él supuso la llegada de un trofeo. Lo curioso es que, en los meses siguientes, se negó a pactar su salida del territorio sasánida. Poco le importó el


dinero que le ofreció Roma o las amenazas llegadas desde el otro lado del mundo. CARTAS Y MÁS CARTAS Tampoco le prestó demasiada atención a las cartas que le enviaron el resto de nobles


persas. Uno de los más claros fue Veleno, rey de los Cadusios: «Recibí con alegría, íntegras e incólumes, las tropas auxiliares que yo te había enviado. Pero no me alegro tanto de que


Valeriano, príncipe entre los príncipes, haya sido capturado; me alegraría más si fuese devuelto. Pues los romanos son más temibles cuando son vencidos. Por ello, actúa como conviene al


hombre prudente y que la fortuna, que a muchos engañó, no te envanezca. Valeriano tiene un hijo emperador y un nieto césar, y ¿qué me dices de todo el mundo romano, que unido se levantará


contra ti? Deja en libertad, por tanto, a Valeriano y haz la paz con los romanos». Artabasdes, monarca de los armenios, tampoco se mordió la lengua. En otra misiva afirmó que, aunque a él le


correspondía parte de la gloria, sabía que lo peor podía llegar: «Me temo que, más que vencer, has plantado semillas de guerra». Sobre blanco insistió en que lo que tenían entre manos no


era un trofeo, sino un rehén que medio mundo estaría dispuesto a rescatar. «A Valeriano lo reclama su hijo, su nieto, los generales romanos, toda la Galia, toda África, toda Hispania, toda


Italia y todos los pueblos del Ilírico, de Oriente y del Ponto. Todos están de acuerdo con los romanos sometidos a su autoridad». Por suerte para Sapor, no se organizó ningún ejército para


rescatarle. El tormento que padeció Valeriano fue recogido por el mencionado Lactancio. Este lo dejó escrito en su famosa 'SOBRE LA MUERTE DE LOS PERSEGUIDORES': «En efecto, el rey


de los persas, Sapor, que era quien le había cogido prisionero, cuando deseaba subir al carro o montar a caballo, mandaba al romano que se postrase y le ofreciese su espalda y, poniéndole


el pie sobre ella, le decía entre risas, en plan de burla, que ésta era la realidad verdadera y no lo que los roma nos pintaban en tablas y murales. De este modo, tras haber contribuido a


realzar magníficamente el desfile triunfal de aquél, vivió aún lo suficiente para que, durante un largo tiempo, el nombre romano fuese motivo de mofa y burla entre los bárbaros». El


historiador también escribió que otro hecho que contribuyó a agravar su castigo fue, precisamente, que ninguno de sus familiares ni generales orquestó un plan para liberarlo. Así, triste,


olvidado y vilipendiado, terminó Valeriano. Murió dos años después, y no por la vejez, sino por culpa de la espada de su captor. Según Lactancio, «una vez que acabó su humillante vida en


medio de una ignominia como ésta, fue despellejado y, tras separarle las vísceras de la piel, tiñeron ésta con un líquido rojo v la colgaron en el templo de los dioses bárbaros, a fin de que


sirviese de conmemoración de tan brillante victoria». La idea fue que aquel triste teatro de despojos sirviese de escarmiento a los embajadores romanos y espantarles de volver a atacar.


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