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En el universo de Roberto Bolaño hay poetas mediocres y fracasados, detectives, enfermos y asesinos seriales; poetas perdidas, escritores olvidados, torturadores líricos y meseras fanáticas
de la poesía enamoradas de adolescentes errantes. Digamos que en la construcción narrativa de su universo y en la construcción poética de su intimidad, los ojos de Bolaño se llenan de
lágrimas por un mundo que ya no existe, en el que fracasaron las revoluciones políticas y estéticas. Y en esa serie de personajes y de historias con deudas a Borges, Chejov, Antonio Di
Benedetto y Roberto Arlt, el autor de Los detectives salvajes contagia un virus: la creencia de que en este mundo derrumbado hay que jugarse la vida por eso que él llama literatura. Es una
idea romántica, entrañable, y por eso Bolaño tal vez sea un romántico imperecedero. No es el mejor (ni el último) escritor de la literatura latinoamericana, como el mercado intenta imponerlo
en su condición de heredero maldito de un boom de otra época. Bolaño escribe bien, escribe simple, y esa tal vez sea una buena razón para leerlo.
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