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La imagen de la familia americana que desayuna unida fue más el sueño europeo de la posguerra que la percepción del propio pueblo americano sobre una felicidad que siempre pareció un regalo
frágil, vulnerable a los miedos interiores y a las amenazas externas. Y es que tres siglos de historia recorridos por la violencia no se podían olvidar fácilmente. Las tensiones étnicas, los
temores religiosos, la violencia de la frontera y la del dinero habían forjado el país de las oportunidades pero también la patria de los desheredados. Estos son los Estados Unidos que
propone Philip Jenkins en una valiosa síntesis que conoce ya su tercera edición, oportunamente actualizada hasta el último gobierno de Bush. Después de cada conflicto, con muchas vidas
segadas por el odio, se alzaba en forma de volátil trofeo una enmienda a la Constitución. Así se fueron logrando, paso a paso, las libertades básicas que terminaron por ligar a las
comunidades americanas, tan diversas en su origen, en un proyecto común, no exento de contradicciones, pero que prevalece, más allá del color de los gobiernos, en la estrecha vinculación
entre los valores morales individuales y la misión de hacer justicia del Estado. Las nuevas iglesias, organizadas al margen del aparato del poder, fueron una de las claves de este ideal de
virtud desde el tiempo de los pioneros. Jonathan Edwards, predicador del _gran despertar_, solía decir que "el sol de la justicia saldría por el oeste contrariamente a lo establecido en
el cielo y en la tierra". Una invocación que impulsó a miles de familias a asentarse en una tierra inhóspita. Presbiterianos, batistas, cuáqueros o menonitas, en fin, justos de
corazón, leyeron en la Biblia el mandato de poblar la tierra que los Padres Fundadores definirían, más tarde, haciendo suyas las palabras de Locke: la soberanía popular basada en el _estado
de naturaleza_. Los ideales de república rural se quebraron, sin embargo, con el estallido de la Guerra de Secesión que dio paso al individualismo _yankee_. No iba a resultar fácil articular
bajo este nuevo corsé las viejas costumbres de los pioneros y los nuevos desafíos de una sociedad que se renovaba continuamente con la llegada de nuevas remesas de inmigrantes. Las viejas
tensiones religiosas adquirieron, entonces, connotaciones racistas, alentadas por el temor de la revolución y la amenaza a la tradición. Jenkins resuelve con acierto las tensiones del siglo
XX en un territorio sin vallar en el que las violaciones de la legalidad estaban a la orden del día hasta la política intervencionista del presidente Roosvelt. El radicalismo político fue la
principal víctima de este giro hacia un estado fuerte que, en cambio, no pudo aplazar el debate sobre la injusticia social que brotó en los años sesenta ante el mismo dilema de los
orígenes: ¿cómo construir una sociedad civil por encima de las culturas étnicas y religiosas?. Esta pregunta adquiere hoy, en el contexto de la globalización, singular relevancia.