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EN aquellos descansos de La Condomina, Altabix o Sarriá las cámaras en blanco y negro de los domingos más analógicos enfocaban al público futbolero y aparecían padres de la calle, sin
bufandas ni camisetas, más bien con gabardinas y puros, que con sus hijos saludaban a manotazos al piloto rojo. A la gente siempre le gustó saludar a la tele. Sentirse vistos, sentirse
existentes. Figurar. Las cámaras después se hicieron más frecuentes y la televisión, más cotidiana. Salir por salir en la pantalla, cazado por el azar, dejó de ser excepcional. Ser público
ya en la tele misma es un escalón por encima de ser pillado en la calle. Para ser público ya no vale ser, además hay que estar. Hay que apuntarse en una lista, ir al plató con tiempo,
esperar, atender al regidor y, si se da el feliz caso, dar la mano a Ana Rosa, a Juan y Medio o a Jorge Javier, tras haber visto la televisión por detrás de su apariencia. Quedan ya pocos
españoles mayores de 60 años que no hayan sido atrapados para un viaje a estos _Eurodisneys _donde se aplaude mucho y los culos terminan paralelepípedos de aburrimiento. "...Y no
saluden", piden los regidores, aunque siempre está la prima descarada que termina extendiendo la mano con disimulo. Y un escalón más allá está el público profesional, al que se le paga.
Gente que ha de aguardar en el plató el tiempo que haga falta, encarando horas y horas entre un bocadillo fláccido y una remuneración más bien cutre. Muchos inmigrantes de barrio perdido
saben lo qué es (o fue) ganarse 20 euros en un día a cambio de quemarse las manos entre aplausos sin entender ni una palabra de castellano. Y todavía hoy se paga al "público gogó",
a las niñas que bailan y se desgañitan diciendo "guapooo" a los concursantes de los _talent shows_, a los jóvenes que botan y animan las plateas para que todo parezca una fiesta.
Telecinco y Boomerang han dado un nuevo paso. Parte del público de _La Voz_ ha de pagar 45 euros por acudir al programa. Y después nos quejamos de lo caro que está el cine.