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La pasada Semana Santa nos aportó un silencio reparador que no viene siendo respetado por el fútbol, 'negocio' que no descansa ni se detiene ante ... nada. Sí respetó la Semana
Santa la clase política española, bendito sea, que durante ocho días nos ha rodeado de silencio, proporcionándonos una cura balsámica que se agradece debido a la saturación a la que nos
someten. En silencio también trabajó el Granada durante la semana mientras preparaba su visita a la ciudad donde descansa el submarino Peral. Y como una nave sumergible se presentó el equipo
granadino en el Estadio Cartagonova, donde anduvo por momentos en inmersión y a ratos emergiendo a la superficie para volver a sumergirse en la inseguridad o emerger de nuevo en el acierto,
según se agitasen las aguas. Y entre tantos movimientos propios de dichas naves submarinas, el equipo granadino anduvo por el campo sin la precisión necesaria que se requiere para lograr un
ascenso –objetivo que se antojaba lejano–, pues sorprende a estas alturas como en distintas fases del juego desaparece la cohesión grupal, posiblemente debido a que las distancias entre
líneas continúan siendo siderales, lo que impide un mejor control de los partidos. Que Lucas Boyé y Diego Mariño vienen sosteniendo al equipo mientras los demás van y vienen por el césped,
observados desde el banquillo, es una evidencia. Que ambos se han convertido en imprescindibles, es más evidente aún. Una descompensación colectiva que debiera ser subsanada sin dilación. El
Granada llevaba demasiados meses en tierra de nadie sumergido en medio de un páramo donde las ilusiones se pierden, fluye la indiferencia y el horizonte solo se columbra. Pero de pronto, en
silencio, con sus vacilaciones, deslizándose entre los equipos que se lo impedían, el conjunto granadino acaba de emerger en aguas del 'play off' de ascenso. Un sueño que debiera
hacerse realidad.