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Leer es dejarse abrazar por algo tan dudoso, contradictorio y desleal como un libro: un objeto extraño incrustado en los entresijos de nuestro espíritu, algo ... ajenamente nuestro, que nos
elige como un predador selecciona a su presa. Tú, lector, puedes llegar a pensar que eres quien elige un libro, pero es la extraña irrealidad de éste –la campaña previa de publicidad, la
reseña leída en un periódico, la recomendación de un amigo, la posición en el expositor de la librería, el impacto visual de su portada…– quien te selecciona a ti con un fatal determinismo.
Y, una vez seleccionado, lector, caes en el impulso atávico de sentarte en torno a una hoguera imaginaria, para escuchar lo que te dice el chamán, que te desgrana, palabra a palabra, un
universo que sin ser el tuyo, pasa irremisiblemente a ser tu propia entidad, tu ser más profundo, repitiendo una liturgia mil veces vista: la de dejarte seducir por lo que ese libro-chamán
quiera proponerte, sea buscar por los siete mares a un obsesivo monstruo llamado Mobby Dick, perpetrar una venganza largamente meditada desde la prisión injusta de la isla de If, comprobar
en Macondo que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrán otra oportunidad sobre la tierra, sentir la zozobra espiritual de una Ana Ozores o una Emma Bovary, divididas ambas
entre mil impulsos antagónicos o seguir la atormentada biografía del jorobado Orsini, cristalizada en las pavorosas estatuas, llenas de un convulsa belleza, con que llenó su misterioso
jardín de Bomarzo. Y es que el libro, como una tentación, está lleno de formas seductoras; como una cortesana experta, está lleno de promesas; como una criatura mítica, te propone perderte
en un laberinto de emociones; como un simple objeto doméstico, que te rodea a diario apenas perceptible, te llena de pequeños placeres caseros, en cuyas redes caerás inexorablemente. Libros:
objetos que te liberan al tiempo que te hacen su presa, que te eligen en el momento en que los eliges, que te hacen suyo en el mismo momento en que decides adquirirlos, que te enredan en su
trama y que te obligan a abrazar causas, en muchas ocasiones perdidas, absurdas, ajenas, inexplicables… Que juegan contigo tan caprichosamente como los antiguos dioses jugaban con sus
criaturas. Y tú, lector, ingenuo e inerme, sólo puedes doblegarte, aceptar tu irremediable destino de gozosa víctima, rendirte a tu libro, a la peripecia de sus personajes, a las pasiones
que los azotan al mismo tiempo que a ti, incauto lector, que te adentraste cándidamente en sus páginas; someterte a los ritmos, cadencias y tempos de su posesiva música, una música a cuyo
son, bailarás, como una diabólica marioneta, lo que el libro determine. Y el libro, finalmente, te poseerá, lector, y no tendrás más remedio que dejarte abrazar por la fatalidad del destino,
extrañamente decidido por el libro que tienes entre tus manos.