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Algunos mercadillos europeos ofertan un género peculiar. Venden fotos familiares antiguas, quizás despreciadas a granel por el último heredero, que consideraba unas momias a sus ...
ancestros; a lo mejor estaban entre los enseres de una mansión liquidada; o fueron rescatados de la basura. Esos antepasados se verían ilustres, dado el orgullo con que nos miran desde hace
un siglo, en fotos de estudio, unos sujetos quizás en la cumbre visual de su vida. Imponen, aunque a duras penas logran mantener su prestancia entre los cachivaches polvorientos del
mercadillo. Enternecen las fotos de boda. Las parejas de comienzos del XX solían ser jóvenes, pero parecen adultas, quizás por la solemnidad del acto de fotografiarse, no la actual
trivialidad. De negro y blanco riguroso, él y/o ella, aparentan unidad matrimonial, pero faltan las miradas sentimentales que les evocan las películas. El retrato ocuparía un lugar
preferencial durante toda su vida, quizás lo exhibieron los nietos; a la siguiente generación quedarían como curiosidad, luego los guardaron en algún baúl, y después servirían ocasionalmente
para recordar ancestros, discutir quiénes eran e intentar recordar su nombre. Al final, nadie lo conseguiría o no interesaría, hasta su liquidación por traslado o limpieza general. Los
retratos ocupaban sitio. En ese momento termina definitivamente el matrimonio de la foto, cuando ya nadie reconoce sus huellas. Venden también álbumes completos de fotografías, que permiten
imaginar la evolución del grupo familiar, sus principales acontecimientos, aficiones… Se adivina que las colocaron con esmero y orden. Se ven las fotos de las familias en las bodas, los
padres, los tíos, a veces algún abuelo que parece remotísimo, aunque todos comparten ese aire de antigüedad serena. Visten para la ocasión excepcional de posar juntos. Pasas las páginas y
salen los niños, a veces vestidos de marineritos o, ya de adolescentes, con aspecto de jugar al tenis o de remeros. Un par de páginas después –la vida pasa muy rápido– se casa alguno de los
vástagos, crecidos en un suspiro, y ves que el matrimonio ha envejecido con dignidad, engordando algo y manteniendo la mirada adusta que debió de formar parte de su identidad. Y siguen
décadas de imágenes, hasta que llegan las fotos de color, la abuela con el nieto, después este con melena, ya sin la prosapia de sus antepasados. Seguirá su boda, sus amigos años sesenta,
más nietos… Uno de ellos será el que se deshaga del álbum familiar, quizás para él un lastre, con estas fotos racionadas (cinco o diez por año), ahora que nos inundan decenas de fotos
diarias de nimiedades. Alguna vez encuentras también mechones de pelo, antiguos, quizás del tatarabuelo para la tatarabuela cuando se fue a la guerra, quizás una promesa de amor, un recuerdo
de la niña difunta… Los pasados familiares son profundos y triviales a la vez. El pasado desaparece cuando ya no interesa y las fotos familiares nos miran desde otra dimensión. Parece que
no nos envidian, salvo porque estamos vivos y todavía no cabe malvender nuestro recuerdo.