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Entre las definiciones –sobre tirios y troyanos– que guardo con todo esmero en la caja de recuerdos de la que ya os he hablado varias ... veces, un término se lleva la palma desde hace
bastante tiempo: ¡zoquete! O lo que es lo mismo: «torpe, zopenco, mentecato, boludo, etc.» (vid. RAE). La verdad es que su uso –especialmente en plural– lo tengo restringido por aquello de
no ofender a ningún colectivo, aunque los hay que tienen todos los méritos del mundo para que se les adjudique la consabida «medalla de chocolate». Hoy no me queda más remedio que cambiar
las reglas auto-impuestas, a raíz de un encuentro fortuito con la realidad de la calle: ¿es posible que todavía haya alguien que mantenga que los ciudadanos de a pie tragamos con cualquier
explicación vana sobre un hecho cierto y sus consecuencias? La respuesta, lamentablemente, parece ser que sí. Nos hemos acostumbrado a aceptar versiones oficiales, a veces sin cuestionarlas,
como si la verdad fuera un concepto maleable. Os lo aseguro: en esta era de la información y la desinformación, es, sin duda, el momento de dejar de lado a los zoquetes y sus peroratas,
afrontándolos –combatiéndolos– como ciudadanos críticos, buscadores de la verdad, y defensores de la transparencia, aunque a veces eso nos convierta en el blanco de miradas acusadoras o en
el objeto de mil y un insultos. Volver la cara ante la manipulación nos convierte en adocenados borregos, balando, sin fin ni concierto, al escuchar los aullidos del lobo... De una vez por
todas, seamos protagonistas de una comunidad responsable, si es que queremos –al menos yo sí lo quiero– no caer en manos de dictadores insufribles, vendedores de pan y circo, diestros en el
arte de entretener y despistar, que sólo buscan su beneficio y el de sus adláteres; el de sus acólitos; el de sus compinches.