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Comenta Compartir Ha anidado un mirlo en el jardín. Una mirla. Una pájara, vaya. Se dio cuenta mi santo, a quien no se le escapa una. «Ven». ... Voy. Abre la ventana de la cocina. «Mira».
Miro. Sí, ahí está el nido, medio escondido en un arbusto. Nos hacemos un café y nos quedamos observándolo a la espera de que la hembra lo abandone para ver su interior. Hay tres huevos de
un azul verdoso y moteado. No sé por qué, pero, al verlos, nos invade una felicidad tonta. Repentinamente inspirada por la naturaleza, me siento a darle a la tecla. Tengo lo mismo de
ornitóloga que de ingeniera nuclear, pero la imagen de partida me parece sugerente: la pájara incuba huevos y yo columnas. Cada una a lo suyo. Desafortunadamente, a ella se le da mejor su
negociado que a mí el mío, y a la segunda línea me percato de que no soy Miguel Delibes, de que no puedo escribir nada como «hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bardales, una
sonoridad más matizada y cristalina». Si no sé ni qué son los bardales, cómo voy a saber cómo se llama el arbusto donde está el nido. No me juzguen: una, mediterránea perdida, es más de
playa que de campo, de chiringuito que de venta y de dorada a la sal que de perdiz en escabeche. Cabezona, sigo intentándolo. Empiezo a comparar la belleza tranquila de la observación
pajaril con la absurda y consumista fascinación de ver en las redes sociales a japoneses haciendo tortillas con palillos y a pijas probándose ropa, pero me atranco: aunque solo sea para
reírme, me lo paso mejor viendo pijas que aves. Deduzco, entonces, que también soy más de Camba que de Delibes. «A mí la naturaleza me produce una sola inspiración: la de dormir, la de no
escribir artículo ninguno», escribió. Es un consuelo. Límite de sesiones alcanzadas El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero
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