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Mientras escribo estas líneas, donde pretendía centrarme en la sensación de incertidumbre, e incluso de cierto pesimismo que nos inunda desde hace tiempo, se produce ... el mayor apagón
eléctrico de la historia de la península ibérica, lo que posiblemente siga acrecentando que 6 de cada 10 personas en España contemplen el futuro de la sociedad de manera negativa o muy
negativa, según el CIS. Ojeo un reciente informe de la ONU que advierte de un periodo de transformaciones sociales de tal magnitud que, entre otras consecuencias, provoca una creciente
desconexión entre gobiernos y ciudadanía. Dicha situación dificulta la generación de certezas sólidas y de un clima de optimismo, además de ir acompañado de una creciente sensación de
inseguridad y pérdida de confianza en las instituciones. Dicen que quienes nos dedicamos a la Sociología pasamos gran parte de nuestro tiempo formulando lo que intentamos sean buenas
preguntas. Y desconectada de comunicación con el exterior, comienza mi interloquio: ¿El cambio social, por sí solo, es capaz de generar tanta incertidumbre? ¿La ausencia de certezas es
directamente proporcional a la sensación de inseguridad? ¿Buscamos desesperadamente certidumbres que den sentido a nuestra existencia, a pesar de que puedan ir contra la convivencia? ¿Qué
tipo de fuentes utilizamos para alcanzar certezas? Acierto a encontrar una respuesta para este último interrogante: la experiencia –ya sea propia o colectiva– basada en el pasado o en el
presente; el conocimiento científico basado en evidencias; y las emociones, muchas veces en forma de intuición. ¿Y qué sucede con estas fuentes para que no ofrezcan las respuestas necesarias
en la búsqueda de certidumbres? La experiencia ha dejado de servir como anclaje, debido a la profundidad de los cambios actuales. Ya no vale buscar en el pasado soluciones ante lo
desconocido, pues la mayoría de los cambios y conquistas sociales han llegado para quedarse. Aparece la primera certeza que debemos afrontar con optimismo, pues lo interesante del presente
es que estamos a tiempo de idear cómo queremos vivir. Eso sí, atendiendo a las desigualdades estructurales y las situaciones de vulnerabilidad social, –lo que ciertos sectores llaman, en
tono crítico, «ideología woke»–, aunque ello implique renunciar a privilegios. En cuanto al conocimiento científico, un reciente estudio realizado en 68 países revela que, si bien una amplia
mayoría confía en el personal científico, también cree que deberíamos estar más involucrados en la sociedad y en la formulación de políticas públicas. Aparece la segunda certeza: la
ciencia, junto con la ciudadanía, debe esforzarse por ofrecer sentido a una realidad social cada vez más compleja, fomentando el diálogo. La población ha demostrado capacidad para mantener
la calma en situaciones como la vivida, pero necesita información que sea proporcionada de manera rápida, clara y creíble. Estamos capacitados para comprender situaciones complejas,
coadyuvando a la política. Y mientras la ciudadanía a través de la imaginación, y la ciencia, de la mano de esa misma ciudadanía, logran construir certezas creíbles para que la política
responda responsable y eficazmente ante la complejidad social, queda el campo emocional como vía para dar sentido a las vivencias. Y ¿cómo solemos responder emocionalmente cuando lo conocido
se tambalea? Con este apagón lo vemos claro. Desde lo cercano, favoreciendo la solidaridad grupal compartiendo los afectos. Desde lo lejano levantando muros, reales o imaginarios, e incluso
apelando a teorías conspirativas para obtener certezas que incrementen la sensación de seguridad física, relacional, emocional e identitaria. En este contexto, no resulta baladí que tres
cuartas partes de la sociedad española muestre su acuerdo con aumentar la capacidad defensiva de la UE. O que la inmigración aparezca como cuarto problema social en España, es decir, como
amenaza. O que el Pacto sobre Migración y Asilo de la UE responda ante la creciente preocupación por la seguridad en la gestión de la migración y el asilo, fortificando sus fronteras
exteriores en forma de falso dilema: muros o invasión. Esta simplificación reduce un problema real a solo dos opciones, cuando la realidad es que existen otras alternativas. Más que nunca,
es necesario que la política comprenda que no debe contribuir a generar falsos dilemas que polaricen más a la sociedad en búsqueda de rédito electoral. El fin no justifica los medios. Hay
certezas que permiten abrigar la esperanza de una convivencia no centrada en la construcción de más muros. Existen casos de éxito donde la apuesta ciudadana –basada en la experiencia, la
ciencia y la intuición–, junto con la voluntad política por el diálogo, la colaboración y la humanización de las vulnerabilidades, funcionan. Aunque lleve tiempo, urge una regeneración
institucional, política, relacional e incluso de los afectos. Donna Haraway invita a imaginar formas de convivencia y responsabilidad compartida en el mundo. La reciente muerte de Bergoglio
nos hace revisitar las periferias como espacios de exclusión por razones de género, clase, etnia, orientación sexual, discapacidad, pertenencia etaria o estatus migratorio. También son
periferias la pérdida de salud física o mental, abandono, sufrimiento, soledad, o desesperanza. O desplazamientos por motivos económicos, políticos, climáticos, o de cualquier otra índole,
que generan superpoblación y despoblamiento, con las contradicciones que supone. Urge recuperar todos los territorios del planeta en una apuesta por lo local, sin olvidar las conexiones
globales. Responder a las desigualdades estructurales implica una ganancia colectiva. Al finalizar el día comprendo con claridad que la alternativa para generar certezas y, por ende,
seguridad, pasa por centralizar las periferias, el dialogo y la escucha, y no por legitimar muros que nos separen.