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El día del apagón me pilló en la universidad y cuando por la tarde traspasé los arcos que dan acceso a mi plaza sentí que ... me adentraba en un mundo más humano, cívico y amable de lo
habitual. Si Jane Jacobs y Hannah Arendt me hubieran acompañado habrían sonreído, la escena estaba repleta de actores diversos practicando el complejo arte de la convivencia. Y es que como
pudimos ver aquel día entre perplejos, alarmados y extrañamente relajados, los corazones de los barrios latieron con ímpetu. Después, subí a casa pensando en el capítulo de mi tesis doctoral
en el que describía y comparaba Vistabella con las teorías urbanas que se enunciaron a mediados del siglo XX en el 8º Congreso Internacional de Arquitectura Moderna. Corría el año 1951 y
los expertos del momento consideraron urgente y necesario reflexionar sobre el concepto espacial de «centro cívico». Temían que, si la aparición de lugares de encuentro con una función
cívica no era atendida en el rápido crecimiento que estaban viviendo las ciudades tras la Segunda Guerra Mundial, se vería amenazada la convivencia y se abonaría el terreno para el
resurgimiento de los totalitarismos. Así que, en aquellas reuniones se reflexionó intensamente sobre los criterios formales y funcionales que debían tener los indispensables corazones de la
ciudad moderna para dotarla de escenarios en los que practicar la convivencia, aglutinarlos sentimientos colectivos y alimentar la tolerancia. Las conclusiones de aquel encuentro se
recogieron en el libro coordinado por Ernesto Rogers, Jaqueline Tyrwhitt y José Luis Sert 'El corazón de la ciudad: por una vida más humana de la comunidad'. Y sus páginas empiezan
con una declaración contundente: para asegurar la salud social y el cultivo de los principios democráticos, cada barrio debe contar con un corazón adecuado a su escala que sea
inequívocamente concebido por los vecinos como el lugar de encuentro. Junto a esta condición inicial el texto desarrolla otras características muy precisas sobre el tema. Por ejemplo,
plantea que estos corazones deben ser multifuncionales, de modo que la gente los transite por razones diversas alimentando así las coincidencias fortuitas que nutren el reconocimiento
vecinal. También indica que deben ser arquitectónicos, no espacios naturales y orgánicos, porque de esta forma son vividos con conciencia urbana, o lo que es lo mismo, los individuos allí
son vecinos, no paseantes. Y, por supuesto, deben ser espacios públicos en los que la medida humana sea el factor por el que se rigen tanto las proporciones del vacío como las de los
edificios y peatonales, lo que permite a las personas afirmar sus derechos frente al otro habitante de la ciudad, el vehículo. Fruto de la ausencia de incomodidad y peligro (espacio
abrumador, ruido, humo, riesgo, etc.) las personas se relajan y se relacionan deviniendo en comunidad frente a la simple adición de sujetos. Por último, entrando aún más en detalle los
asistentes a aquel encuentro llegaron a proponer como óptimo que estos corazones estén claramente delimitados por soportales, bandas de vegetación o cualquier otro elemento que, por un lado,
nos separe del ruidoso movimiento lineal de la calle, y por otro tenga la función psicológica de ubicarnos dentro para así activar instintivamente nuestra conciencia vecinal. Al entrar
dejamos de ser un yo que está en el espacio público, para convertirnos en un nosotros que se reconoce en los demás. Como ven, a mitad del convulso siglo XX pensadores y diseñadores de la
ciudad pusieron el foco en la forma de su crecimiento para evitar los peligros del aislamiento y la desconexión del individuo. En aquel momento el problema se abordó como una cuestión
espacial; el apagón de hace unas semanas evidenció que ahora es además una cuestión de tiempo y atención. Fue disminuir el ritmo frenético de nuestras vidas, desconectar los móviles y los
corazones urbanos comenzaron a bombear altas dosis de convivencia, probablemente el mejor antídoto para muchos de los males que asolan nuestro tiempo.