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La hoja de ruta de los nacionalistas es pública y notoria desde hace años: menoscabar todo aquello que sea español, que es como decir lo ... común o compartido, crear barreras a la libre
circulación en nuestro territorio nacional e ir dotándose de estructuras de Estado propias, al tiempo que construyen una cultura identitaria homogénea en sus territorios. Un programa en el
que la lengua se convierte en un instrumento esencial: la lengua singular del territorio, llámese catalán, vasco, gallego, etc., es la 'propia', frente al español que vendría a ser
algo foráneo, como las especies invasoras para la fauna. De ahí que hayan promovido medidas cada vez más extremas de potenciación y protección de la lengua propia y de discriminación hasta
la marginación del español. A la consecución de esta hoja de ruta han contribuido como colaboradores necesarios los principales partidos nacionales, tanto PP como PSOE. Podemos recordar
ahora cómo el Gobierno de Aznar toleró que se consolidara la primera ley de inmersión lingüística en Cataluña. De aquellos polvos, nos vienen muchos de estos lodos. Personalmente, estoy
convencido de que, como reza nuestra Constitución, «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y
protección». Ahora bien, lo que no es de recibo es que se creen barreras de entrada atendiendo a criterios lingüísticos (en las oposiciones es una cuestión sangrante) y, ni mucho menos, que
se discrimine a quien tiene como lengua el español (como ocurre en la educación). Pero tampoco considero constitucionalmente adecuado que se pretenda situar en una posición de paridad al
español con respecto al resto de lenguas cooficiales, elevando la categoría de estas últimas. Por una razón muy básica: porque sólo el español es la lengua común. Precisamente, porque, lejos
del relato nacionalista, el español no es una lengua importada a ninguno de los territorios de nuestro país, sino que ha crecido como propia en todos ellos. Un presupuesto que tiene
traducción expresa en la Constitución de 1978 cuando declara que «el castellano es la lengua oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
Mientras que «las demás lenguas españolas serán también oficiales», pero sólo «»n las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». De ahí que no exista un correlativo
deber de conocer esas lenguas cooficiales, por mucho que en esos territorios se pueda imponer su enseñanza –lo cual me parece lógico–. Pues bien, en esta legislatura donde el PSOE para
alcanzar el Gobierno ha tenido que abrazar el mantra confederal auspiciado por Junts, uno de los peajes a pagar, y no de precio menor (no sólo por su coste económico, sino, sobre todo, por
lo simbólico), ha sido elevar las lenguas cooficiales a espacios que no le eran propios, con la excusa de que son la lengua materna de algunos compatriotas. Así, en los albores de la
legislatura, la primera medida fue impulsar una reforma del Reglamento del Congreso para introducir las lenguas cooficiales. Lo que nos ha permitido ver cómo los diputados usan intérpretes
para las intervenciones en las tribunas parlamentarias, mientras que hablan con normalidad en español en la cafetería. Si en el Senado, como cámara pretendidamente de representación
territorial, la introducción de las lenguas cooficiales podía tener un sentido, en el caso del Congreso no creo que tenga razón de ser. Al mismo tiempo, ya entonces el Gobierno todavía en
funciones (y extralimitándose por ende de sus competencias) abrió la negociación en Bruselas para que nuestras lenguas cooficiales pasaran a ser reconocidas también a nivel de la Unión
Europea. Un dislate que, de momento, ha sido frenado en el Consejo esta semana. Y se ha frenado no sólo por razones políticas (convertir a Europa en una babel lingüística aún mayor con
lenguas regionales sería suicida), sino también jurídicas. Los servicios jurídicos del Consejo y de la Comisión parece que no se han enredado con los ardides de nuestro ministro de
Exteriores y son conscientes de que en España, constitucionalmente, la única lengua oficial del Estado es el español. Y, por ende, no cabe dar paso en Europa a lenguas que no son oficiales
de un Estado miembro. Ese era el objetivo simbólico: que el catalán (y con ello Cataluña) fueran elevados a un estatus que hoy por hoy sólo corresponde a los Estados soberanos.