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Domingo, 1 de junio 2025, 00:11 | Actualizado 10:50h. Comenta Compartir Cuando el apagón masivo dejó toda España a oscuras, las alarmas se encendieron en la sala de control general de la
planta nuclear de Ascó. Al no poder evacuar la electricidad producida hubo durante «un par de segundos» una parada automática de la «reacción en cadena» atómica y se vio cómo la actividad
del uranio se iba a pique en la pantalla central de una gran cabina que podría compararse a los mandos de un avión multiplicados por cien. Frente a una veintena de paneles que siguen el
comportamiento de las barras atómicas, los interruptores o el flujo de la energía en distintos rangos, los tres operarios que vigilan el reactor y la turbina en ese turno matutino siguieron
las instrucciones de una carpeta roja, donde se especifica cómo hacer frente a las contingencias. «Las barras caen cuando se quedan sin electricidad», explica Ferran Tarrasa, director de
Servicios Técnicos de la Asociación Nuclear Ascó-Vandellós (ANAV), que comprende tres centrales nucleares ubicadas en Cataluña. «La pérdida de electricidad exterior es una de las emergencias
postuladas; es decir, las que están previstas». Se activó entonces el sistema que mantiene la capacidad de refrigeración de las instalaciones, para tener a raya el enorme calor de los
combustibles atómicos. En ese mismo instante del pasado 28 de abril, algo similar ocurrió en los siete reactores que funcionan en el país. La interrupción inesperada de la luz, el cero
energético, sucedió pocos días antes de que la segunda planta nuclear de ANAV, Ascó II, realizara la parada programada que se ejecuta cada 18 meses. Durante 35 y 45 días se sustituye un
tercio del uranio del núcleo y se revisa y mantienen todos los componentes de la central con más de 10.000 «órdenes» o tareas que realizar las 24 horas. En tres turnos, se duplican los
empleados habituales hasta unos 1.100. La ejecución de esta actividad vital para la vida útil y la seguridad de las plantas nucleares se hace con una absoluta sincronización de actividades,
para poder coordinar los equipos de personal especializado. Mientras Ascó II, que cumple 40 años de funcionamiento, está detenida, Ascó I prosigue. Aún hoy se realiza la «reenergización» o
«recambio» de la central nuclear. La operación más delicada del recambio sucede en un edificio de hormigón reforzado, donde se produce la fisión del átomo del uranio, el U-235, el único
elemento que existe en la naturaleza capaz de reaccionar con esa liberación de energía, al fragmentar su núcleo por el choque de un neutrón. Durante estos días se extrajeron todos los
componentes atómicos del «edificio de contención», donde sucede la fisión. Son barras de cuatro metros de largo, con 17 «varillas» de diez milímetros de diámetro. Dentro están las pastillas
del uranio, del tamaño de una uña. Así de pequeñas, cada una genera combustible equivalente a 300 litros de petróleo, y «el núcleo tiene millares (más de 115.000)», explica Tarrasa, que
trabaja en ANAV desde el año 2000, casi recién graduado como doctor en Ingeniería Nuclear y que ahora dirige un área con 90 personas bajo su mando que se ocupa de las modificaciones de
diseño que requiere una instalación de los años setenta y de la vigilancia de los equipos. «Cada elemento tiene una identidad única y sabemos dónde estuvo y por cuánto tiempo». UN PUZLE
MASTODÓNTICO Todo el proceso de recambio se monitoriza desde una sala de control instalada especialmente para estos días, donde se controla toda la recarga de Ascó II y cualquier incidencia.
«Se analiza cómo progresa; si hay una amenaza, para anticiparnos; si hay que aplicar algún correctivo o si hay una incidencia que afecte lo que está planificado», revela Jorge Martínez,
director de la Central Nuclear de Ascó, frente a un complejo gráfico de horarios y tareas en áreas «críticas» y faenas significativas, como la descarga del núcleo, la nueva carga, el
arranque o el calentamiento de la planta. «Estamos entrenados para hacerlo. Llevamos 30 recargas en una planta y 29 en la otra». El combustible atómico se lleva luego a una «piscina», en
otra estructura hermética, donde reposan los residuos radiactivos. No sólo el uranio, también el plutonio creado por la reacción del átomo. Junto al «edificio de combustible», ambas son
zonas radiológicas, donde se encierra la peligrosa emisión nuclear en «edificios blindados». «Tienen un túnel de entrada para personal y otro para emergencias con exclusas, como un
submarino. Una no se abre si la otra no se cierra», describe Tarrasa. La gestión de estos residuos atómicos se realiza en la propia planta, mediante un «almacenamiento temporal
individualizado» (ATI), a la espera de que el Gobierno, a través de la empresa pública Enresa, construya el «almacenamiento geológico profundo» (AGP). En un principio los desperdicios
nucleares se guardarían en un depósito centralizado (ATC) que estaría en Cuenca, pero el proyecto fue descartado. Mientras, y en pleno debate sobre el futuro nuclear, esos residuos descansan
en las propias instalaciones, incluso en las ya desmanteladas como Zorita, un punto débil en la política nuclear estatal. La ejecución de los trabajos abre en canal la planta atómica, que
en este caso funciona con un reactor de uranio enriquecido que genera vapor para movilizar las gigantescas turbinas que producen la electricidad. El conjunto tiene unos cien metros de largo
y pesa más de 160 toneladas. Durante la parada técnica se desarma para su inspección. Quitado el escudo del generador, hay dos turbinas de «baja presión» y una de «alta presión», que
comparten un eje que sincroniza su velocidad, unas 1.500 revoluciones por minuto. En la tarea de supervisión se sacan los rotores y las hélices. Se buscan grietas en la soldadura, huellas
del gran esfuerzo al que están sometidas. Cada central nuclear tiene su turbina, y están conectadas a tuberías de aluminio y aislante, por donde circula el agua con que se enfría el sistema
termodinámico. En Ascó proviene del río Ebro. Durante el recambio, la actividad es frenética en un complejo nuclear que guarda grandes componentes de los proyectos de Lemóniz y
Valdecaballeros, instalaciones cerradas antes de nacer por la moratoria atómica de 1984, como turbinas, válvulas motorizadas, bombas o grandes motores eléctricos «por estrenar». Los
operarios tienen que dejar todas sus pertenencias desde llaves a móvil en la entrada, y se mueven entre las pesadas piezas de metal que forman parte de un delicado y mastodóntico puzle. Pero
el resto de días en el recinto de las turbinas no hay trabajadores. Está impoluto y es ruidoso. Las medidas de seguridad son estrictas. En una estructura tan grande, un flash es suficiente
para activar la sensible alarma contra incendios y parar la planta. En la «zona azul» el personal también tiene que extremar su protección. EL RASTRO DE FUKUSHIMA Con trabajadores con una
media de edad de 46 años, la quinta parte de la plantilla femenina y domicilios repartidos por Lleida, Tarragona, Salou o Cambrils, el complejo opera bajo fuertes medidas de seguridad, que
se piden no revelar. Monitoreados en todo momento, tanto los visitantes como los empleados, que son constantemente «resituados» en el complejo, se recorre la instalación. El público no pasa
de un edificio inicial, alejado de las plantas, que tiene un centro de interpretación con una reproducción de una barra de combustible atómico de tamaño natural. Pero más allá, traspasada
otra base de vigilancia, con alcabalas más estrictas que en un aeropuerto, se entra al campo cerrado donde están los dos núcleos y la emblemática torre de enfriamiento. A lo largo y ancho
del complejo hay puntos fucsias, que denotan en el suelo o los edificios, donde se encuentran equipos portátiles para afrontar una emergencia como la de Fukushima. «Cualquier incidente, como
Chernóbil o Fukushima, repercute en las medidas de seguridad», afirma Tarrasa. «Con Fukushima vimos que puede pasar lo impensable y se revisa la alerta para casos como la caída de un
asteroide o el desbordamiento del Ebro. Se trata de hacer frente a incidentes que no se preveían. La llamamos 'estrategia flexible' y nos dota de medios para cosas inverosímiles».
A la salida de una de las casas de turbinas se lee, en la zona de rojo intenso: 'Guía minimizador daño extenso. Fuk-GDP'. A la hora de un simulacro, el tipo de contingencia es
secreta y la decide el Consejo de Seguridad Nuclear. Dos de sus empleados entran y salen a cualquier hora de cualquier edificio. En los ensayos generales se involucran también otras fuerzas
del Estado y los bomberos. «Se finge que hay personas desaparecidas, como si hubiera perdido el conocimiento en una sala y hay que rescatarla», dice Tarrasa. En las salas de control de las
dos centrales también se registran los niveles de radiación de cada lugar, con paneles de procesos y áreas, medidas junto a los baremos de peligrosidad. La exposición de un trabajador se
supervisa y apunta en un «carnet radiológico» para no sobrepasar límites anuales. Mientras el temido fulgor radiactivo se contiene en gruesos edificios reforzados, afuera los olivos
centenarios siguen produciendo aceite. Comenta Reporta un error Límite de sesiones alcanzadas El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te
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