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Así, desde aquel que la vende para aumentar su capacidad de comprensión del mundo a quien lo hace para recuperar la juventud perdida o –esta es la versión de Berlioz, realmente original-
para salvar a quien más quiere, media un abismo. El precio siempre es el mismo: la condenación eterna. Pero los plazos de la “entrega” también varían mucho, dando lugar a todo tipo de
episodios y a que el drama haya adquirido, en algunos casos, dimensiones colosales. Refiriéndose al de Goehe se ha señalado en alguna ocasión que, para transformarlo en ópera, se requeriría
al menos una Tetralogía como la wagneriana.
Por eso, la “actualización” que hace Michieletto no resulta tan descabellada, aunque algunos momentos resulten forzados y hasta chuscos. Sin embargo, en términos generales, está bien
resuelta la integración del coro en el espacio y en el devenir escénico, así como la rotulación que aparece en la pantalla, numerando y dando título a cada una de las escenas (aunque el
número original de 10 se reorganice en 15). Los títulos hacen más comprensibles las elipsis, y proporcionan una especie de esquema que cohesiona el desarrollo de la acción. Fue acertada
también la utilización de una proyección de la pintura de Cranach el Viejo que representa a Adán y Eva en el Jardín del Edén, tanto en el primitivo estado de felicidad e inocencia como en su
expulsión tras la caída. Expulsión que, en la obra de Berlioz, haría referencia a la tremenda “Carrera hacia el abismo” que el Diablo emprende con Fausto tras la firma de su compromiso..
La música que compone Berlioz no es sólo bellísima, sino precursora de un montón de soluciones que irían poniéndose en marcha a lo largo del siglo XIX e incluso, después, en las bandas
sonoras cinematográficas. Asombra la plasticidad que adquieren coro y orquesta en la creación de ambientes y en el acompañamiento de la acción, de forma que han permitido prescindir, en las
versiones de concierto y sin tantas pérdidas como sucede habitualmente- de los decorados, la iluminación e, incluso, el movimiento escénico. Imposible citar todos los detalles de la
orquestación, tan sutil como efectiva, que se pliegan como un guante al desarrollo del libreto, y que fueron plasmados por la Orquesta de Les Arts, dirigida por Roberto Abbado, con
expresión, atención al colorido y ajuste.
En cuanto al coro, es altísima la exigencia en cuanto a sugerir atmósferas radicalmente distintas, desde lo celestial al infierno más atroz, pasando por la sátira de la polifonía o la gracia
en la evocación de la Naturaleza. De ahí que el Cor de la Generalitat, junto a la Coral Veus Juntes y la Escolanía de la Virgen, recibieran los mayores aplausos de un público entusiasmado.
También sus directores y directoras cuando salieron a saludar: Francesc Perales en el primer caso, Roser Gabaldó y Míriam Puchades en el segundo, y Luis Garrido en el tercero. Debe
destacarse muy especialmente, entre todas las intervenciones, el coro angélico que puso final a la obra, por la delicadeza y la calidad sonora, sabiamente respaldadas por la orquesta.
Los espectadores aprovecharon la ocasión, también, para mostrar el apoyo al Cor de la Generalitat Valenciana, que está teniendo serios problemas en la regularización administrativa de su
situación laboral, problemas que estuvieron a punto de provocar una huelga el mismo día del estreno, así como en el de La clemenza di Tito (día 24). Ambas fueron finalmente desconvocadas,
pero no se ha dado más información del punto en que se encuentran, a día de hoy, las negociaciones.
Se echó de menos, por otra parte, la ausencia del ballet en las escenas donde está previsto (Danza de los espíritus del aire o Minueto de los fuegos fatuos), pues completa a la perfección
las ambientaciones ideadas por Berlioz.
Celso Albelo, en el papel protagonista, lució un instrumento de gran belleza, aunque su seguridad y volumen de la franja aguda disminuía en las otras zonas del registro. El tenor canario,
cuyos mayores éxitos se han registrado entre los compositores belcantistas, se enfrenta ahora a una partitura donde debe sobreponerse a un coro y una orquesta potentes y numerosos, y no
siempre le acompañó el éxito. Berlioz, por otra parte, no fue un gran especialista en lo que respecta al “cuidado” de las voces en escena, y tuvimos una prueba este miércoles. Albelo, sin
embargo, mejoró, cada vez más, a medida que avanzaba la representación, y gustó mucho en la famosa invocación a la Naturaleza de la cuarta parte: “Nature immense, impénétrable et fière”,
donde lució una voz segura y homogénea.
Por otra parte, los personajes de esta leyenda dramática aparecen en el libreto utilizado por el compositor como simples marionetas de Mefistófeles. Tampoco la música traza unos perfiles que
los idividualice y les proporcione una identidad. Sólo el Diablo parece actuar con verdadera autonomía, convirtiendo a los demás en meras marionetas de su plan. En el caso de Fausto, por
ejemplo, pasa súbitamente de quererse suicidar a dejarse embarcar en juergas de taberna, primero, y un amorío –después- propuesto en sueños desde el laboratorio (en la versión de
Michieletto) del Diablo. Fausto no tiene nunca la más mínima capacidad de decisión. Y darle vida a una marioneta es difícil, por más que Berlioz le reserve números magníficos.
Algo similar sucede con Margarita: El diablo mueve todos los hilos, desde sus sueños hasta la llegada de la madre y la acusación de parricidio. Sólo es una pobre muñeca manejada por el
infierno. Silvia Tro defendió el papel con una hermosa voz de registros muy igualados y potencia considerable. Algo plana en la expresión y en el uso de matices, tales carencias estuvieron
muy posiblemente derivadas, como en el caso de Fausto, por la psicología que se asigna a la pareja protagonista en esta versión. Con todo, Margarita tiene, también como Fausto, importantes
números encomendados (Canción del rey de Thulé o D’amour l’ardente flamme) que gozan de una fama justificada.
Mefistófeles se convierte aquí, de hecho, en el auténtico dueño de todas las situaciones. No tiene, sin embargo, el ambiguo carácter que le otorga Goethe en su Fausto, donde el Diablo
apuesta con el mismísimo Dios en torno a la perdición o la salvación de un alma. Y donde se pliega, en el Segundo Fausto, a las inquietudes sociales y modernizadoras del protagonista,
pareciendo añorar, en algunos momentos, su situación de ángel predilecto antes de la caída. En el de Berlioz, por el contrario, es un diablo sin resquicios: malo-malo y punto. Eso sí: maneja
a todos los demás, y, lógicamente, se convierte en un personaje con mayores posibilidades para su plasmación dramática.
Rubén Amenotti lo encarnó, luciendo muy buenas dotes de actor. También se encargó, incluso, de dibujar sobre el escenario pasos de baile cuando la música así lo pedía. La trayectoria de este
cantante, que, por cuestiones de salud, ha vivido la extraña reconversión de tenor a bajo, le ha conducido en la actualidad a mostrar unos graves mucho más consistentes que la zona media o
aguda de su voz, como se demostró ya en una de sus más conocidas intervenciones, “Une puce gentille”, réplica al coro de borrachos y a la Canción de Brander.
Estuvo éste representado por José Eleazar Álvarez, miembro del Centro Plácido Domingo. En su canción ('Certain rat, dans une cuisine'), mostró una proyección de la voz todavía justita para
las dimensiones de la Sala Principal de Les Arts, al contrario de lo que había sucedido el día 10 en la Martín y Soler.
Ha sido éste el último título de la temporada en dicha sala. Resta La clemenza di Tito, semiescenificada, en el Auditorio superior. Y a punto debería estar ya el anuncio del nombramiento del
nuevo director artístico del recinto. Con la esperanza de que finiquite de una vez la larga etapa de provisionalidad y descabezamiento que vive la ópera valenciana.
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