Play all audios:
DESBORDADA Y AGOTADA En su libro _The Year of Magical Thinking_, Joan Didion describe su proceso de duelo después de la muerte de su esposo. Lo trágico fue que veinte meses después perdió a
su única hija. “También me doy cuenta de que no tengo la misma capacidad de recuperación que tenía hace un año”, escribe. “Se producen varias crisis, y el mecanismo que satura la situación
de adrenalina se agota. La movilización pasa a ser inconstante, lenta o inexistente”. _¿Era eso lo que me estaba sucediendo? _me preguntaba. “No puedo acompañarte”, dije en voz baja cuando
me reuní con mi esposo en casa esa misma noche. “Los chicos pueden venir y ayudar”. Seguramente algo en mi voz le dijo que no insistiera. Todavía carga con un buen grado de culpa por la
lesión que sufrió por la explosión de una bomba en Irak, la sensación de que “él le hizo esto a la familia”. Pero mis hijos de 32 y 29 años y mis gemelos de 23 ya eran mayores y
perfectamente capaces de hacerse cargo. Bob y Lee Woodruff acompañan a su hija al altar el día de su boda. CORTESÍA DE LEE WOODRUFF Dos días después, en vez de acompañar a mi esposo al
hospital, viajé al norte, a las montañas donde se celebraría la boda. Tan solo unas semanas antes, mi esposo y yo habíamos pasado un tiempo allí plantando flores y colocando vallas para
impedir el paso de las marmotas, y nos sentíamos unidos y entusiasmados mientras conversábamos sobre los detalles de la boda. Ahora, al contemplar lo que serían los meses siguientes, aquella
pareja me parecía irreconocible. Y yo tenía miedo. Nuestros hijos se pusieron a la altura de las circunstancias con empatía y energía, dos cualidades que de repente parecían faltarme. ¿Era
el desvelo lo que me había inmovilizado? Incluso cuando tienes la atención en otra cosa, una parte del cerebro de un cuidador está siempre pendiente, sintonizando, anticipando y
preocupándose. Con el tiempo, ese tipo de concentración sin duda acabaría en agotamiento. La operación salió bien, y el nervio de los isquiotibiales de mi esposo quedó reimplantado sin
problemas. Pasaron las semanas con Bob en muletas, y todos nos adaptamos. El fin de semana de la boda fue precioso, y el baile entre padre e hija fue épico, con un bastón luminoso que
brillaba al ritmo de la música. Pero más que nada, empecé a percibir el pequeño regalo que encerraba mi pánico imprevisto. Había límites para lo que podía hacer, para mi capacidad. Y
comprendí cuáles eran, y estaba bien. Ninguno de nosotros era un superhéroe. “Creo que tuve una respuesta de estrés postraumático por tu operación”, les dije, primero a Bob y luego a mis
hijos. El solo hecho de expresarlo me ayudó a afrontar mi propia vergüenza, mi sensación de ser menos capaz. Si podía mencionarlo y señalarlo, entonces quizá era real porque lo había
procesado. Pero el otro regalo inesperado fue la oportunidad de ver a mis propios hijos dar un paso al frente y convertirse en adultos. Sin importar lo que la vida nos depare en el futuro,
sentí un inmenso alivio al saber que lo afrontaremos juntos.