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La culpa de la muerte de Diario 16 Andalucía la tuvo Alberti, el poeta Rafael Alberti. Podrían haberla tenido también Francisco Ayala, Camilo José Cela, o Gerald Brenan incluso, pero no, el
óbito final del diario fue obra exclusiva de aquel poeta de larga melena plateada. No me cabe ninguna duda: al periódico aquel donde gasté tantísimas horas corrigiendo lo mató en silencio,
poquito a poco y como quien no quiere la cosa, el poeta genial de El Puerto de Santa María. Me explico. Los correctores de aquel periódico teníamos la costumbre y sobre todo la obligación,
además de lidiar con las más insidiosas y escurridizas erratas, de adelantar trabajos enormes en las horas muertas de la madrugada, cuando ya había finalizado la faena del día y quedábamos
uno o dos en retén a la espera del cierre. En lugar de permanecer ociosos al aguardo de las crónicas más remolonas y nocturnales, leyendo un buen libro o jugando a los chinos, el jefe de
producción, y en especial sus sabuesos subjefes, sus meritorios, nos alentaban entonces a dejar corregidas y bien corregidas cantidades industriales de unas páginas inspiradas en el
mismísimo limbo de la actualidad. Se trataba de galeradas infinitas que habían sido compuestas por nuestros compañeros de la redacción poco menos que en estado de trance, mucho antes de que
los hechos narrados tuviesen lugar, dictadas por un médium mismamente, un espiritista de la comunicación, y traídas luego al traqueteo de nuestras viejas impresoras de aguja con idea de que
la Noticia con mayúsculas nos cogiera siempre preparados y en guardia, para poder adelantar así, de esta manera sencilla, a la más dura competencia. Los encargos de este tenor eran muchos y
variados, como se puede imaginar: trabajos de opinión sin fecha y sin medida, monográficos publicitarios aún sin vender, crónicas espasmódicas para llenar páginas en verano, cartas falsas de
falsos lectores, entrevistas varias... Y uno de los pedidos más conspicuos, no por más habitual menos incómodo, era preparar con muchísima antelación los más recalcitrantes obituarios, esto
es, dar muerte por adelantado precisamente a quienes gastaban sus últimos cartuchos en esquivar todo el rato a la miserable parca. Algunos de nosotros corregíamos con gran desazón aquellas
hojas en el silencio de la madrugada, porque a veces nos resultaban tan ribeteadas de negro como los originales de la primera sección de publicidad que corregíamos al comienzo de cada tarde:
las inevitables esquelas. Aquellos artículos de mal agüero, aquellas crónicas de muertes anunciadas como si dijéramos, que hablaban en pasado de personajes célebres todavía vivos y
coleando, así estuviesen a dos telediarios de espicharla, me dejaban mal cuerpo, me hacían sentir un poquitín asesino, me hacían renegar de la profesión. El personaje célebre más recurrente
de aquellos años de obituarios adelantados en Diario 16 Andalucía era, por supuesto, Rafael Alberti. Estoy por asegurar que no quedó una sola pluma de la redacción que no tuviese firmadas
tres o cuatro páginas contando vida y batallas del poeta de El Puerto en tiempo pasado, para adelantar así el tiempo futuro y dejar todo por escrito lo más pluscuamperfecto posible. Cada vez
que Alberti ponía los pies en el hospital, en una clínica (y fueron bastantes, dieciséis veces o más), así la incursión pretendiera curar un catarro, allá que nos caía a los correctores del
cierre el renovado chaparrón de crónicas y artículos de fondo sobre la muerte del poeta. Qué aburrimiento…, como empieza un poema del gaditano, qué aburrimiento y qué pena. Allí leíamos con
tristeza de su amor intonso con María Teresa León (y corregíamos intonso, tachando la "o" y poniendo en su lugar una "e" para que se leyera intenso), de su viaje a la
Rusia del año 30, de su compromiso con la II República (y cambiábamos II por Segunda, que era la norma de entonces), de su periplo de exiliado en París, en Buenos Aires y en Roma, de su
regreso tras la dictadura (que escribíamos siempre de baja, o sea, en minúscula), de su acta de diputado en el Congreso, de sus charlas con Pasionaria y Carrillo, de sus versos sueltos de
cada día, de su aburrimiento lleno de gracia, de su dintel en la casa de Roma donde rezaba en letras de molde "No se hacen prólogos", etcétera, etcétera... Había más celebridades
en la colección de obituarios adelantados de nuestro periódico, por supuesto: don Geraldo Brenan, el granadino Ayala, Cela, Dalí…, pero el que se llevaba la palma era el poeta de El Puerto.
Sí señor, a Rafael Alberti lo mataron en la redacción de aquel periódico mío docenas de veces. Recuerdo que algunas noches corregíamos por enésima vez uno de aquellos artículos fúnebres y
creíamos firmemente que sí, que esa vez era cierto, Alberti se moría, finalmente se nos moría Alberti, como habían muerto a la postre Dalí, Gerald Brenan y El Pali, y dejaba el poeta viuda
desconsolada y un puñado de vates menores sin hombro al que agarrarse para hacerse las fotos, pero enseguida resultaba que Alberti seguía mejorando, abandonaba la UCI, salía del hospital por
su pie, y de nuevo regresaban al archivo las crónicas y todo quedaba pendiente para otra ocasión. Aquel periódico nuestro, Diario 16 Andalucía, se echó a sí mismo una maldición, y murió
mucho antes de que muriera Alberti, que fue quien lo mató en realidad. Se contó de otra forma: que adquirió un sistema de edición carísimo, aquel sobrado Edicomp 4000 que prescindía de los
correctores, y que luego se puso muy malito, con un océano de deudas y feísimos archipiélagos de erratas, pero finalmente ocurrió lo que tenía que ocurrir, que cerró definitivamente las
puertas, con su archivo a reventar de prematuros obituarios, cuando todavía Alberti servía de hombro para las fotos de un puñado de poetas jóvenes y menos jóvenes que ya miraban de manera
esquinada a la futura viuda y presidenta de la fundación que lleva su nombre, Alberti, claro, no Diario 16.